Encarcelado en Pasadena      (California) en 1981    
    

 En mayo de 1981 Bobby Fischer (que por aquel entonces estaba viviendo semioculto      y retirado del mundo del ajedrez desde que finalizara su match con Spassky      en 1972) fue injustamente encarcelado y maltratado por la policía de      Pasadena (California) sin haber cometido delito alguno. Dos semanas después      de abandonar la comisaría, Fischer escribió este dramático      relato:
 
  
 Hacía las dos de la tarde  del martes 26 de mayo de 1981 caminaba pacífica y legalmente por Lake Street,  en Pasadena, cuando a la altura de las oficinas médicas Kaiser Permanente,  un policía en un coche se detuvo y me dijo que quería hablar conmigo;  según parece, mi aspecto físico coincidía perfectamente con  la descripción de un hombre que acababa de atracar un banco. Yo, gentilmente,  le dije que se había equivocado de persona y que no sólo no había  atracado ningún banco sino que no sabía nada de todo ese asunto.    
El policía, entonces,    procedió a realizarme una serie de preguntas averiguando mi nombre, domicilio,    edad, etc. Yo respondí a todas ellas de forma gentil y verídica.    El comenzó a repetir las mismas preguntas una y otra vez. Yo se las contesté    otras tantas veces. Me pidió mi carnet de identidad y se lo mostré.    Me preguntó cuánto tiempo hacía que tenía mi residencia    fijada en aquella área, y de dónde era originario. Se lo dije.    Me preguntó de qué vivía y se lo dije.  
De pronto se detuvo otro coche    policial y me vi rodeado de al menos tres o cuatro policías. Al menos    en tres o cuatro ocasiones, separadas unas de otras, fui interrogado acerca    de dónde vivía; les respondí que no tenía la dirección    exacta, pero dado que estábamos sólo a un bloque o dos de viviendas    de mi casa, podía mostrarles directamente dónde estaba. Ellos    no mostraron interés alguno en esta razonable sugestión. El policía    que acababa de llegar en el segundo coche comenzó a repetirme las mismas    preguntas que el policía del primer coche me había formulado.    Le dije que yo ya había contestado a esas preguntas. Se me pidió    el carnet de conducir y respondí que yo no conducía.  
Los policías comenzaron    a mostrarse hostiles en extremo y adoptaron maneras amenazantes. Entre ellos    comentaban: "Probablemente está en busca y captura fuera del estado".    "¿Piensas que deberíamos arrestarlo?" "Sí, creo que es    lo mejor; vamos a llevarlo a la comisaría", etc.  
En un momento inicial del cuestionario    del primer oficial, antes de la llegada del segundo coche, se me dijo: "Esto    es serio". Esta simple aseveración daba la clave de toda la operación    policial y revelaba claramente la clase de repugnante y hedionda faena que implicaba.    Si el oficial realmente hubiera pensado que yo había atracado un banco,    debía de haber supuesto que yo sabía que se trataba de algo "serio"    y se hubiera abstenido de decir semejante estupidez.  
Como dije antes, los oficiales    comenzaron a repetir una y otra vez las mismas preguntas, intercalando comentarios    entre ellos respecto a que deberían llevarme a la comisaría. Yo    les dije: "No se nada respecto a ese atraco a un banco, y he respondido a todas    vuestras preguntas; no tengo por qué seguir contestando a lo mismo".    Y agregué: "Tengo derecho a permanecer en silencio después de    haberos dado toda la información básica respecto a mi persona".    El oficial, entonces, me respondió: "Tú cree que estás    en el Estado de Nueva York; pero aquí las leyes son diferentes".     
Las preguntas y las amenazas    de arresto continuaron. Entonces dije: "No pienso contestar más preguntas;    si queréis arrestarme, pues arrestadme". En ese momento, el oficial que    había llegado en el segundo coche, y que era obviamente el líder    del grupo, dijo: "Arrestadle".  
Fui inmediatamente esposado    de manera brutal; el policía me empujó las manos hacía    arriba, a lo largo de la espalda causándome considerable incomodidad    y dolor. Más tarde me di cuenta de que el metal había rasgado    la carne de mis dos muñecas. Fui introducido en uno de los coches policiales,    pero no podía moverme lo suficiente como para que pudiera cerrarse la    puerta debido a una especie de joroba que había en el centro del asiento    trasero. Después de numerosos intentos de cerrar la puerta empujando    brutalmente mi pierna derecha con la suya, el oficial tuvo éxito por    medio del sencillo método de empujar mi pierna con la propia puerta.    Más tarde me di cuenta de qué mi rodilla derecha se había    vuelto negra y azul.  
 En un momento dado, mientras    me llevaban hasta el coche después de haberme arrestado, vi que el oficial    que me había abordado en primera instancia continuaba con el acertijo    del robo del banco. Mostró al líder del grupo lo que parecía    ser una fotocopia del dibujo de un artista representando los rasgos del sospechoso    de ser el ladrón del banco. Yo también vi esa fotocopia. Con la    excepción del hecho de que los dos usábamos barba, aquella imagen    no se parecía ni un ápice a mí. El hombre de la fotocopia    usaba gafas, su cara era completamente diferente a la mía, su cabello    era distinto, etc.
En un momento dado, mientras    me llevaban hasta el coche después de haberme arrestado, vi que el oficial    que me había abordado en primera instancia continuaba con el acertijo    del robo del banco. Mostró al líder del grupo lo que parecía    ser una fotocopia del dibujo de un artista representando los rasgos del sospechoso    de ser el ladrón del banco. Yo también vi esa fotocopia. Con la    excepción del hecho de que los dos usábamos barba, aquella imagen    no se parecía ni un ápice a mí. El hombre de la fotocopia    usaba gafas, su cara era completamente diferente a la mía, su cabello    era distinto, etc.   
Era totalmente imposible confundirle    conmigo. Incluso si, con honestidad (lo que no era en absoluto el caso), hubiese    podido tomarme por aquel hombre, no podían llevar más de unos    pocos segundos comparar su cara con la mía y apreciar el error.  
Pero era obvio que el robo    del banco era sólo un pretexto para abordarme y arrestarme. Los oficiales    jamás tuvieron en realidad ni la sombra de una sospecha de que yo pudiera    ser el llamado "ladrón del banco". El que me mostró la fotocopia    dijo: "Parece realmente ser él, ¿No?". El jefe del grupo respondió:    "No, no es él".  
Durante el viaje hacía    la comisaría hubo una llamada a través de la radio del coche de    policía; un oficial dijo: "Eso es; acaban de capturar al ladrón    del banco".  
En el transcurso de ese viaje    fui insultado varias veces; se me llamó "tonto del culo" [asshone], etc.    En un determinado momento (tal vez fue cuando ya estaba en la cárcel)    el policía me dijo que si yo no fuese un gran tonto del culo no me habrían    arrestado. Después de que hubiésemos llegado a la comisaría    y yo hubiese descendido del coche, dije: "Bien, ya tenéis al ladrón    del banco; ¿Qué queréis ahora de mí?". El respondió:    "Sólo queremos charlar un poco contigo allí dentro". Yo pregunté    entonces: "¿Charlar sobre qué?". Respuesta: "Charlemos adentro".    Una vez en el interior comenzaron otra vez a formularme las mismas preguntas;    yo estaba sentado con las manos aún esposadas a mi espalda. Cuando me    negué a darles más información fui atacado físicamente.     
El líder del grupo de    oficiales dijo: "¡Queremos ver que hay en el fondo de este asunto!". Y    sin que mediara de mi parte la más mínima provocación,    cogió mi garganta con una mano y comenzó a estrangularme, empujándome    hacía atrás con silla y todo (durante todo este "interrogatorio",    atacado físicamente de manera feroz, yo permanecía sentado con    las manos esposadas a la espalda), y acercando su cara a la mía hizo    una mueca y gritó: "¡Habla!".  
Mientras me estaba estrangulando,    una mujer que aparentemente trabajaba allí pasó andando. Volvió    rápidamente su cabeza a la izquierda y miró en toda la sala, tratando    de averiguar qué era todo aquel lío. Cuando vio que me estaban    estrangulando volvió rápidamente la cabeza y continuó su    camino. Evidentemente, no quiso darse por enterada de algo que no debió    de haber visto ni verse envuelta en mi lucha por salvar mi vida; podía    haberle costado su trabajo, imagínense. El enloquecido oficial que me    estaba estrangulando comprendió entonces que estaba actuando con escasas    precauciones y, con su mano aún en mi garganta estrangulándome    le dijo a otro policía que cerrase la puerta. El episodio de estrangulamiento    duró aproximadamente unos 10 o 20 segundos. Cuando el enloquecido oficial    vio que yo me rehusaba a hablar, no me acobardaba, ni gemía ni pedía    piedad, dejó mi garganta y saltó hacia atrás con cara de    miedo, como si acabase de ver un fantasma.  
Yo dije: "No puedo creerlo:    cogido por la garganta, con las manos esposadas a la espalda por un policía    que me trajo aquí para conversar. Yo creía que estas cosas sólo    sucedían en los cómics". Un par de oficiales soltaron risitas    ante mi ingenuidad. El líder del grupo, el oficial enloquecido, gruñó:    "Reténganlo", y se fue.  
Creo que es apropiado, en este    momento, describir físicamente al oficial que me estranguló, dado    que desconozco su nombre. Está, como he dicho, hacía finales de    sus 30 años o primeros 40, con una cabellera de dos tonos que le caía    en bucles, se le ponía hirsuta o se extendía hacía atrás.    La parte del cabello correspondiente a la frente parecía como castaña,    y la otra era rubia o gris. Es delgado, larguirucho y bastante alto. Es hiperagresivo,    como un perrito de esos que ladran, echan tarascadas y muestran los dientes.    También es muy fuerte.  
Yo creo que esta descripción    debería ser suficiente para averiguar el nombre y la identidad de este    oficial. Se lo describí a alguien que conoce bien la policía de    Pasadena y supo inmediatamente de quien estaba yo hablando, aunque no recordaba    el nombre en ese momento. Creo que le reconocería fácilmente si    vuelvo a verle. Por ejemplo, podría identificarlo inmediatamente entre    un grupo de policías.  
Luego de todo esto fui conducido,    escaleras arriba, a la zona de celdas del departamento de policía. Uno    de los oficiales que me habían arrestado le dijo a un funcionario sentado    detrás de un escritorio: "Le hemos traído por un problema de identificación",    o "le hemos traído para identificación". Cuando le dije al hombre    del escritorio, que quería que respondiera a sus preguntas, que acababa    de ser estrangulado en la planta de abajo, respondió, con una risita    sarcástica: "Oh, no pueden haber hecho eso, uh, uh, son buena gente;    yo les conozco, jamás harían una cosa así", y se mofaba.    Después de que me hube negado a responder más preguntas y que    se hubiera apropiado de todos mis objetos personales, fui llevado a una celda    y obligado a desnudarme completamente, así como a dejar mi ropa fuera    de la misma. Cuando me hube quedado en calzoncillos dije: "¿Esto también?"    El carcelero asintió con la cabeza y dijo: "Sí". Me quite los    calzoncillos y se los di.  
Se me negó el derecho    de realizar una llamada telefónica.  
Después de que el oficial    bromista del escritorio hubo cerrado la puerta de la celda, me dijo: "el teléfono    está en la pared". Por supuesto, no había allí ningún    teléfono.  
La celda no tenía sabanas,    ni cama, ni colchón, ni mantas. Absolutamente nada, excepto un par de    trozos de papel higiénico. Fui obligado a acostarme desnudo sobre una    litera de metal pintado llena de pequeños agujeros redondos. Después    de un corto período aquello resultaba insoportable y atrozmente incómodo    y doloroso. Para aumentar mis incomodidades encendieron la luz de la celda.    Permanecí allí encerrado hasta alguna hora de la mañana    del miércoles 27 de mayo, cuando fui transferido a otra celda que hacía    que la primera pareciera un picnic.  
Era una especie de celda de    castigo. En la esquina más lejana, sobre la calle, había dos ventanas    sobre paredes diferentes, que estaban abiertas. Las paredes eran totalmente    compactas, sin abertura alguna a excepción de un agujero que permitía    al carcelero mirar hacia dentro. La habitación era en extremo inhóspita,    fría y húmeda.  
Por supuesto, mis sufrimientos    en aquella celda fueron completamente insoportables y horrendos, en especial    estando desnudo, como estaba. Mi cuerpo y mi carne aún sufren la agonía    y el dolor de aquella espantosa y cruel experiencia, a pesar de que escribo    estas líneas unos ocho o diez días después de la misma.    Fui dejado allí para congelarme hasta morir o para morir de frío.     
Grité a numerosas personas    que pasaban por la calle pidiéndoles que llamaran a un determinado número    de teléfono y diciéndoles que estaba siendo torturado hasta la    muerte en la comisaría de policía de Pasadena, lo que era absolutamente    verídico.  
Además de los dolores    y tormentos que me causaban el frío, la humedad y la ausencia de ropas,    hacia el mediodía la celda se volvió insoportablemente ruidosa    debido al tráfico que pasaba por la calle. Según todos los parámetros,    el nivel de decibelios era de aquéllos que pueden causar un daño    permanente en los oídos. Con ciertos intervalos, pasaban trenes que causaban    un estruendo de niveles realmente insoportables. Y por supuesto, encarcelado    en una celda situada encima del tráfico urbano, los niveles de contaminación    eran aún peores de lo normal.  
Allí estuve durante    varias horas, aislado en aquella celda, sin que nadie se acercase a la puerta    o entrase para hablar conmigo.  
Una vez leí un libro    sobre "lavado de cerebro", en el que se contaba cómo, en Corea del Norte,    los oficiales americanos capturados durante la guerra de Corea eran situados    en celdas y forzados a dormir sobre bloques de hielo. Yo simplemente no creía,    por supuesto, que aquí, en los "civilizados" Estados Unidos, un tratamiento    algo modificado y más lento (pero igualmente mortal) podía aplicarse    por ciudadanos americanos a otro ciudadano americano. Y todo esto sin juicio    alguno, sin ninguna acusación contra mí, etc. Mi crimen había    sido, sencillamente, no tener nada más que decirles a aquellos gansteriles    oficiales de policía de Pasadena. Increíble, pero cierto.     
Después de haber sido    torturado en aquella celda durante algún tiempo, se presentaron unos    carceleros y me dijeron que si yo hubiese hablado con ellos y les hubiese dado    más información, me habrían devuelto mis ropas, y que había    sido castigado por mi "actitud". Me dijeron que no podían llevarme a    la Corte a ver al juez hasta que las formalidades del arresto hubiesen sido    cumplidas. Me dijeron que, hasta entonces, el juez ni siquiera me vería.    Les recordé que había sido estrangulado y que no tenía    nada más que decirles a ellos; todo lo demás se lo diría    al juez.  
Me dijeron que podían    enviarme a un hospital psiquiátrico para ser observado. Me preguntaron    en qué año estábamos, en qué mes, etc. Respondí    fácilmente a estas estúpidas preguntas.  
Les dije una y otra vez que    quería realizar una llamada telefónica. Se me negó otra    vez ese derecho y se me dijo: "No realizarás ninguna llamada telefónica    ni verás al juez hasta que no tengamos la información que queremos".    Numerosas veces me dijeron que me devolverían mis ropas si les daba la    información que ellos querían.  
Se me negó toda alimentación    durante unas 24 horas. Les dije que me estaban matando de hambre y de frío,    y me respondieron: "¡Muérete! Esperamos que te mueras. Por lo que    a nosotros respecta, te puedes morir", etc.  
Para salvar mi vida y defenderme    del frío y la humedad, me metí debajo de la cobertura de linóleo    que estaba sobre el suelo. Un carcelero miró por el agujero y me preguntó    qué hacía allí, debajo de aquel colchón. Le respondí    que trataba de defenderme del frío. Me dijo que, haciendo aquello, estaba    yo destruyendo la propiedad de la prisión. Entonces le respondí:    "¿Y qué quiere usted que haga? ¿Que me deje morir congelado    para hacerle a usted feliz?" A lo que me dijo: "Sí, espero que te congeles    hasta que te mueras; me importa un comino". Y agregó: "Es otro cargo    contra ti; destrucción  de la propiedad de la prisión". Me    dijo que saliera de debajo del linóleo, y yo le respondí: "Déme    usted mis ropas y saldré". Se marchó.  
Incidentalmente, diré    que no destruí el linóleo ni propiedad alguna de la prisión.    El linóleo había sido abierto por alguien que estuvo allí    antes que yo. Mucho después, poco antes de que pudiera por fin salir    de aquel agujero infernal -la cárcel de Pasadena- fui trasladado a otra    celda (para varios prisioneros) y en ellas vi muchos más de aquellos    particulares colchones; estaban todos en buenas condiciones y pegados al suelo.    Los miré con atención y comprendí que hubiera sido extremadamente    difícil -virtualmente imposible- abrirlos sin ayuda de un cuchillo o    un objeto cortante de ese tipo. Supongo que los harán así deliberadamente.    Por supuesto, yo no tenía cuchillo ni nada semejante en mi celda de aislamiento.
     
La acusación de haber    roto el colchón es totalmente risible dado que en él estaba mi    única posibilidad de protegerme, aunque sea parcialmente, del frío,    la humedad y demás incomodidades. No hubiera tenido sentido alguno destruirlo    en aquella situación.  
De todas formas, quiero agregar    que, para salvar mi vida del frío helado que allí reinaba, hubiera    estado absolutamente justificado que destruyera no uno, sino miles de aquellos    linóleos, o toda la prisión entera. Si una persona tiene derecho    a matar en defensa propia, cuánto más derecho tendrá de    destruir un barato colchón de linóleo para salvar su vida. Pese    a ello, quiero reiterar que no destruí ni colchones ni ninguna otra cosa    en la prisión.  
En varias ocasiones fui amenazado    con ser llevado a un hospital psiquiátrico para observación. Me    dijeron que si no dejaba de gritar entrarían en mi celda y me meterían    una toalla o un trapo en la boca para hacerme callar. Le dije al carcelero que    si se atrevía a intentarlo, aplastaría su cabeza hueca. También    le dije que no había comido nada en todo el día.  
La siguiente cosa que recuerdo    es haber tomado mi primer alimento en 24 horas, lo que demuestra qué    cosas puede uno esperar en semejante casa de locos. Consistió en dos    tentempiés y un pequeño refresco sin alcohol. Me comí uno    y decidí reservar el otro para más tarde, dado que el "servicio    de habitaciones" era tan irregular. Poco después, sin embargo, fui trasladado    otra vez a la celda en la que me habían puesto cuando llegué a    la cárcel. Pedí al carcelero que me dejara llevar el otro tentempié,    pero se negó.  
La celda a la que me trasladaron    nuevamente no tenía agua corriente. Afirmaban no entender qué    pasaba: "el agua corría perfectamente hasta hace poco, je, je, je". Después    de que fui colocado nuevamente en aquella celda, al parecer por un tiempo largo    -fueron finalmente unas diez horas o algo así, tal vez más- me    sobrevino una sed muy intensa, ya que sólo había podido beber    una muy pequeña cantidad de agua desde mi llegada. (No podía imaginarme    entonces, desde luego, que más tarde llegarían a negarme incluso    este elemento básico).  
Les dije que tenía hambre    y sobre todo sed, y que no había agua corriente en mi celda. Como para    que estuviera seguro de que no tendría agua para beber, el lavabo estaba    lleno de orines. Ellos se limitaban a reír, hacer comentarios sarcásticos    e ignorarme, o a decirme que me estaban castigando por mi "actitud". Finalmente,    después de pedir agua infinidad de veces, un policía alto y rubio    o pelirrojo se acercó hasta la ventana de mi celda, sonrió y me    dijo: "toma, te he traído algo de agua". Algo en su "amistosa" y sonriente    actitud me hizo sospechar, y dije: "abre la puerta y tráemela; no puedo    tomarla a través de la abertura metálica. Es demasiado pequeña,    ¿cómo podría hacerlo?"  
Me contestó: "¿No    has oído jamás que existen unos implementos llamados cañas?    Acércate, te la daré con una caña". Había sospechado    algo extraño, y cuando me incorporé de la litera comprendí    que tenía razón: tiró el agua sobre mi espalda y sobre    la litera de metal, mojando los pequeños trozos de papel higiénico    que había colocado sobre ella para hacerla un poco más suave.    El policía alto se alejo riendo histéricamente, mientras decía    a sus compinches carceleros: "¿Has visto eso? ¡Ja, ja, ja!" Yo    le dije: "tú estás realmente enfermo; sólo una persona    enferma haría una cosa así". Y él respondió: "¡Ya    lo sé, ja, ja, ja Precisamente por eso es que me han cogido, ja, ja,    ja". Esto es típico de la clase de enfermos y desequilibrados que pululan    en la cárcel de Pasadena y trabajan para las fuerzas policiales de Pasadena.     
Debo agregar que en la cárcel    hay también carceleras y prisioneras del sexo femenino. Las carceleras    pasaban constantemente cerca de mi celda y podían verme como estaba,    totalmente desnudo. Lo mismo sucedía con las prisioneras. Recuerdo, finalmente,    a una joven prisionera de color a la que conducían pasando por delante    de mi celda. ¿Dónde están el decoro y la decencia en todo    eso? Además, fui por dos veces forzado a caminar desnudo por el pasillo    de la cárcel cuando me trasladaban de una celda a otra, a plena vista    de todos.  
Más tarde me amenazaron    de nuevo con ser enviado a un hospital psiquiátrico en observación    por 30 días para luego regresar a la cárcel; dijeron también    algo de Norwalk o Norfolk. Numerosas veces les dije que creía tener,    según la quinta enmienda, el derecho constitucional a permanecer en silencio.    Ellos respondían: "No, no hasta que nos hayas dado la información    que queremos". Una vez les dije: "¿Quiere decir que me van a dejar aquí    para siempre, incomunicado, hasta que hable?" "Exacto", fue la respuesta. "Aquí    o en el hospital psiquiátrico al que te llevaremos. Es evidente que eres    una persona muy enferma".  
Por fin, a alguna hora de la    mañana del jueves 28 de mayo me dieron un desayuno, que consistía    en unas pocas cucharadas de leche, cereales revestidos de azúcar y un    trozo de melocotón en almíbar. Fue el primer líquido que    pude tomar en mucho tiempo.  
Un hombre que se presentó    como el jefe de los carceleros -mayor, de pelo blanco- me dijo que la razón    de que se me hubieran quitado las ropas era que con ellas podía yo intentar    utilizarlas para suicidarme, dado que yo estaba evidentemente loco. Yo le dije:    "Bien, pues haced que alguien me vigile". Respuesta: silencio. Me prometió    enviarme al juez esa misma mañana si contestaba cinco preguntas. Le pedí    que me dijera las cinco preguntas (finalmente eran seis) y que me lo pensaría.     
Las seis preguntas eran: 1-Nombre    completo; 2-Lugar de Nacimiento; 3-Fecha de Nacimiento; 4-Dirección;    5-Altura; 6-Peso.  
Contesté a estas preguntas    y poco después me devolvieron mis ropas. Me vestí y fui trasladado    a una gran celda, donde estaba con otros muchos presos.  
Por primera vez, entonces,    la policía respondió a mis preguntas respecto a los cargos que    se me formulaban. Me dijeron que los cargos eran los de interferir en el cumplimiento    de las obligaciones de un oficial. (Bromeé con otros presos respecto    a que los cargos contra mí eran los de "interferir en el cumplimiento    de los crímenes de un oficial".)  
También se me dijo que    había en aquel momento otro cargo contra mí: destrucción    de la propiedad de la cárcel, en concreto el linóleo de la celda    de la prisión. El veterano jefe de carceleros de cabellos blancos me    dijo que el colchón costaba, nuevo, 80 dólares. "Vas a ser acusado    de destrucción de la propiedad de la prisión por meterte debajo    de ese colchón". Me dijo también que la fianza se había    fijado en 500 dólares por cada cargo; en total, 1.000 dólares    en efectivo.  
Le dije al jefe de carceleros    que ahora quería ver al juez, como me había prometido. Entonces,    faltó a su palabra diciéndome que habían surgido algunos    problemas y que no me sería posible ver al juez hoy; debía esperar    a mañana.  
Fui autorizado a realizar llamadas    telefónicas desde un teléfono público de pago que había    en aquella celda. Llamé a alguien y le conté mi situación:    había sido arrestado, estrangulado y mantenido en la cárcel de    Pasadena, incomunicado y desnudo durante las 48 horas anteriores, etc. La persona    con la que hablé quedó estupefacta, pero se mostró aliviada    por escuchar mi voz, ya que había estado muy preocupada por mi desaparición.     
Después de que esa persona    se presentase en la cárcel con el dinero de la fianza, fui transportado    a una sala especial donde se me fotografió y se me tomaron las impresiones    digitales. Pregunté al jefe de carceleros qué pasaba si yo me    negaba a dejar que me tomaran las huellas digitales; ¿qué haría    él en ese caso? Me contestó que si le ordenaban que tomara mis    huellas digitales lo haría aunque tuviera que romperme todos los huesos    de la mano.  
Después de la fotografía    y las huellas digitales -huellas del pulgar, de todos los dedos, de la palma    de la mano, etc.- se me pidió que firmara numerosos documentos, unos    diez o incluso más. Le dije al carcelero jefe que quería leer    los documentos antes de firmarlos. Me insistió en que me limitara a firmarlos.     
Yo reiteré mi petición    anterior y comencé a leerlos. Él me exigió que firmara    los documentos inmediatamente sin tan siquiera echarles una ojeada aunque fuera    parcial. Cubrió los documentos con su mano y su brazo y dijo: "todo lo    que te incumbe de todo esto es lo que está al pie de la página",    al tiempo que señalaba una especie de sello o parte de una carta que    contenía palabras que no tuve tiempo de leer.  
Habiendo dormido poco, o casi    nada, durante dos días y padeciendo un gran cansancio, y con la conciencia    de que un documento firmado bajo presión física no tiene validez    legal, deseoso además de salir de una vez de aquel maldito agujero del    infierno, firmé los documentos sin leerlos. Se me impidió, en    realidad, leerlos.  
Bien pude haber firmado una    confesión de haber matado 20 oficiales de policía de Pasadena,    de haber destruido todos los colchones de la cárcel entera y de haber    destruido la prisión con mis manos desnudas.  
Los cargos formulados contra    mí, hasta hoy, dos semanas después, siguen siendo sólo    verbales. No he recibido ninguna acusación por escrito conteniendo los    cargos. Todo lo que nos dieron fue un recibo por 500 dólares de fianza    cada uno. No figuraban en ellos acusaciones de especie alguna ni orden de presentarme    en ninguna parte.  
Finalmente, fui llevado otra    vez al escritorio donde se me habían tomado los datos y había    quedado depositados mis efectos personales dos días antes. Cuando estaba    colocándolos en mis bolsillos, me di cuenta de que mi billetera estaba    vacía. Recordé que aquel martes, cuando salí de casa, tenía    9 dólares en billetes y algo así como otro dólar en monedas.    También recordaba claramente que un oficial había contado los    billetes cuando me fueron retirados mis efectos personales; tenía bien    presente al policía que me arrestó susurrando mientras contaba    los billetes: "seis, siete, ocho, nueve dólares".  
Entonces le dije al carcelero    jefe: "¡Eh, ¿dónde está mi dinero? Tenía diez    pavos". El gritó: "¡No, no tenías nada! ¡No tenías    ningún dinero cuando llegaste aquí!" Le respondí: "¿Qué    dice usted? Tenía diez dólares". Una cierta forma de comunicación    visual se produjo entonces entre el carcelero jefe y el hombre del escritorio;    el carcelero cambió rápidamente de actitud y preguntó al    del escritorio si había llegado allí con algún dinero.    Éste asintió con la cabeza y dijo: "sí", o algo así;    el carcelero jefe ne dio entonces un billete de diez dólares y escribió    una señal en un papel.  
A propósito, yo les    había dejado, en el momento de ser registrado, bien un billete de cinco    dólares, cuatro de un dólar y más de un dólar en    monedas, o bien nueve billetes de un dólar y más de un dólar    en monedas (estoy seguro, a un 99%, que fue la primera posibilidad). Qué    sucedió con esos billetes y monedas es un asunto interesante en sí    mismo. Anteriormente el carcelero jefe me había dado tres monedas para    realizar mi llamada telefónica, de modo que no quise insistir en que    se me diera la cantidad exacta de monedas que se me debía, especialmente    cuando parecía que, por fin, estaba a punto de salir de aquel infame    agujero.  
Esa tarde me dijeron que podría    marcharme; se abrió una puerta electrónica, bajé en el    ascensor y abandoné la cárcel. Poco rato después me di    cuenta de que los policías/carceleros me habían robado algunas    píldoras que llevaba. Presumo que habrán destruido las píldoras    en la esperanza de encontrar que eran ilegales. Al no hallar nada, pues bien,    adiós pildoritas.  
La legalidad es una vergüenza    en la cárcel. Hay carteles de "Prohibido fumar" en todas partes, y esa    prohibición se cumple rígidamente... con los presos. Yo pude ver    a un policía de color, con la piel muy clara, fumando siempre que le    daba la gana.  
Numerosas e interesantes preguntas    surgen respecto al hecho de que haya sido detenido por el policía como    "sospechoso de robar un banco". El primer oficial que me detuvo dijo: "Acaba    de cometerse un atraco a un banco", etc. Diez minutos después, en el    coche policial, un oficial me dijo que acababan de coger al ladrón del    banco. Mi pregunta es: ¿cómo es posible que la policía    tuviese una fotocopia del dibujo de un artista con el aspecto que se supone    debía tener el sospechoso de cometer aquel robo, cuando había    pasado tan poco tiempo entre el atraco y el momento en que ese oficial se me    acercara, fotocopia en mano?  
¿Por qué no se    me formuló ninguna pregunta sobre el atraco al banco si esa era la razón    de que se me hubiera detenido? No se me preguntó jamás qué    había hecho en los minutos anteriores, no se me dijo nunca qué    banco había sido asaltado, cuánto dinero se habían llevado,    etc. Yo no estaba falto de aliento por haber corrido, no llevaba armas y tenía    encima una cantidad insignificante de dinero. No se molestaron en comparar mi    cara con la que aparecía en la fotocopia del ladrón hasta después    de haber sido arrestado. Decir que todo el asunto apesta y que fue un montaje    repugnante es calificarlo con moderación.  
El texto que se acaba de leer    fue escrito entre los días 5 y 8 de junio de 1981, aproximadamente; luego    fue mecanografiado, editado, rápidamente revisado, corregido, etc. Sin    embargo, no se ha hecho tentativa alguna de actualizarlo o de incorporar información    conseguida posteriormente. Se trata de un breve apunte, de unas notas escritas    rápidamente acerca de los hechos horrendos e increíbles, pero    absolutamente verdaderos, que sucedieron en mi vida entra aproximadamente las    dos de la tarde del martes 26 de mayo de 1981 y la una y media de la tarde del    jueves 28 de mayo de 1981. No pretendo haber hecho literatura. Sin embargo,    el texto es absolutamente exacto en todos los puntos principales, al menos mil    veces más exacto y verdadero que todo lo que podáis oír    proveniente de la otra parte, o sea, los policías, los carceleros y el    resto de las autoridades legalmente constituidas.  
Atentamente,  
Robert D. James  
Profesionalmente conocido como    Robert J. Fischer, o Bobby Fischer.  
Campeón mundial de ajedrez    
 
