En mayo de 1981 Bobby Fischer (que por aquel entonces estaba viviendo semioculto y retirado del mundo del ajedrez desde que finalizara su match con Spassky en 1972) fue injustamente encarcelado y maltratado por la policía de Pasadena (California) sin haber cometido delito alguno. Dos semanas después de abandonar la comisaría, Fischer escribió este dramático relato:
El policía, entonces, procedió a realizarme una serie de preguntas averiguando mi nombre, domicilio, edad, etc. Yo respondí a todas ellas de forma gentil y verídica. El comenzó a repetir las mismas preguntas una y otra vez. Yo se las contesté otras tantas veces. Me pidió mi carnet de identidad y se lo mostré. Me preguntó cuánto tiempo hacía que tenía mi residencia fijada en aquella área, y de dónde era originario. Se lo dije. Me preguntó de qué vivía y se lo dije.
De pronto se detuvo otro coche policial y me vi rodeado de al menos tres o cuatro policías. Al menos en tres o cuatro ocasiones, separadas unas de otras, fui interrogado acerca de dónde vivía; les respondí que no tenía la dirección exacta, pero dado que estábamos sólo a un bloque o dos de viviendas de mi casa, podía mostrarles directamente dónde estaba. Ellos no mostraron interés alguno en esta razonable sugestión. El policía que acababa de llegar en el segundo coche comenzó a repetirme las mismas preguntas que el policía del primer coche me había formulado. Le dije que yo ya había contestado a esas preguntas. Se me pidió el carnet de conducir y respondí que yo no conducía.
Los policías comenzaron a mostrarse hostiles en extremo y adoptaron maneras amenazantes. Entre ellos comentaban: "Probablemente está en busca y captura fuera del estado". "¿Piensas que deberíamos arrestarlo?" "Sí, creo que es lo mejor; vamos a llevarlo a la comisaría", etc.
En un momento inicial del cuestionario del primer oficial, antes de la llegada del segundo coche, se me dijo: "Esto es serio". Esta simple aseveración daba la clave de toda la operación policial y revelaba claramente la clase de repugnante y hedionda faena que implicaba. Si el oficial realmente hubiera pensado que yo había atracado un banco, debía de haber supuesto que yo sabía que se trataba de algo "serio" y se hubiera abstenido de decir semejante estupidez.
Como dije antes, los oficiales comenzaron a repetir una y otra vez las mismas preguntas, intercalando comentarios entre ellos respecto a que deberían llevarme a la comisaría. Yo les dije: "No se nada respecto a ese atraco a un banco, y he respondido a todas vuestras preguntas; no tengo por qué seguir contestando a lo mismo". Y agregué: "Tengo derecho a permanecer en silencio después de haberos dado toda la información básica respecto a mi persona". El oficial, entonces, me respondió: "Tú cree que estás en el Estado de Nueva York; pero aquí las leyes son diferentes".
Las preguntas y las amenazas de arresto continuaron. Entonces dije: "No pienso contestar más preguntas; si queréis arrestarme, pues arrestadme". En ese momento, el oficial que había llegado en el segundo coche, y que era obviamente el líder del grupo, dijo: "Arrestadle".
Fui inmediatamente esposado de manera brutal; el policía me empujó las manos hacía arriba, a lo largo de la espalda causándome considerable incomodidad y dolor. Más tarde me di cuenta de que el metal había rasgado la carne de mis dos muñecas. Fui introducido en uno de los coches policiales, pero no podía moverme lo suficiente como para que pudiera cerrarse la puerta debido a una especie de joroba que había en el centro del asiento trasero. Después de numerosos intentos de cerrar la puerta empujando brutalmente mi pierna derecha con la suya, el oficial tuvo éxito por medio del sencillo método de empujar mi pierna con la propia puerta. Más tarde me di cuenta de qué mi rodilla derecha se había vuelto negra y azul.
En un momento dado, mientras me llevaban hasta el coche después de haberme arrestado, vi que el oficial que me había abordado en primera instancia continuaba con el acertijo del robo del banco. Mostró al líder del grupo lo que parecía ser una fotocopia del dibujo de un artista representando los rasgos del sospechoso de ser el ladrón del banco. Yo también vi esa fotocopia. Con la excepción del hecho de que los dos usábamos barba, aquella imagen no se parecía ni un ápice a mí. El hombre de la fotocopia usaba gafas, su cara era completamente diferente a la mía, su cabello era distinto, etc.
Era totalmente imposible confundirle conmigo. Incluso si, con honestidad (lo que no era en absoluto el caso), hubiese podido tomarme por aquel hombre, no podían llevar más de unos pocos segundos comparar su cara con la mía y apreciar el error.
Pero era obvio que el robo del banco era sólo un pretexto para abordarme y arrestarme. Los oficiales jamás tuvieron en realidad ni la sombra de una sospecha de que yo pudiera ser el llamado "ladrón del banco". El que me mostró la fotocopia dijo: "Parece realmente ser él, ¿No?". El jefe del grupo respondió: "No, no es él".
Durante el viaje hacía la comisaría hubo una llamada a través de la radio del coche de policía; un oficial dijo: "Eso es; acaban de capturar al ladrón del banco".
En el transcurso de ese viaje fui insultado varias veces; se me llamó "tonto del culo" [asshone], etc. En un determinado momento (tal vez fue cuando ya estaba en la cárcel) el policía me dijo que si yo no fuese un gran tonto del culo no me habrían arrestado. Después de que hubiésemos llegado a la comisaría y yo hubiese descendido del coche, dije: "Bien, ya tenéis al ladrón del banco; ¿Qué queréis ahora de mí?". El respondió: "Sólo queremos charlar un poco contigo allí dentro". Yo pregunté entonces: "¿Charlar sobre qué?". Respuesta: "Charlemos adentro". Una vez en el interior comenzaron otra vez a formularme las mismas preguntas; yo estaba sentado con las manos aún esposadas a mi espalda. Cuando me negué a darles más información fui atacado físicamente.
El líder del grupo de oficiales dijo: "¡Queremos ver que hay en el fondo de este asunto!". Y sin que mediara de mi parte la más mínima provocación, cogió mi garganta con una mano y comenzó a estrangularme, empujándome hacía atrás con silla y todo (durante todo este "interrogatorio", atacado físicamente de manera feroz, yo permanecía sentado con las manos esposadas a la espalda), y acercando su cara a la mía hizo una mueca y gritó: "¡Habla!".
Mientras me estaba estrangulando, una mujer que aparentemente trabajaba allí pasó andando. Volvió rápidamente su cabeza a la izquierda y miró en toda la sala, tratando de averiguar qué era todo aquel lío. Cuando vio que me estaban estrangulando volvió rápidamente la cabeza y continuó su camino. Evidentemente, no quiso darse por enterada de algo que no debió de haber visto ni verse envuelta en mi lucha por salvar mi vida; podía haberle costado su trabajo, imagínense. El enloquecido oficial que me estaba estrangulando comprendió entonces que estaba actuando con escasas precauciones y, con su mano aún en mi garganta estrangulándome le dijo a otro policía que cerrase la puerta. El episodio de estrangulamiento duró aproximadamente unos 10 o 20 segundos. Cuando el enloquecido oficial vio que yo me rehusaba a hablar, no me acobardaba, ni gemía ni pedía piedad, dejó mi garganta y saltó hacia atrás con cara de miedo, como si acabase de ver un fantasma.
Yo dije: "No puedo creerlo: cogido por la garganta, con las manos esposadas a la espalda por un policía que me trajo aquí para conversar. Yo creía que estas cosas sólo sucedían en los cómics". Un par de oficiales soltaron risitas ante mi ingenuidad. El líder del grupo, el oficial enloquecido, gruñó: "Reténganlo", y se fue.
Creo que es apropiado, en este momento, describir físicamente al oficial que me estranguló, dado que desconozco su nombre. Está, como he dicho, hacía finales de sus 30 años o primeros 40, con una cabellera de dos tonos que le caía en bucles, se le ponía hirsuta o se extendía hacía atrás. La parte del cabello correspondiente a la frente parecía como castaña, y la otra era rubia o gris. Es delgado, larguirucho y bastante alto. Es hiperagresivo, como un perrito de esos que ladran, echan tarascadas y muestran los dientes. También es muy fuerte.
Yo creo que esta descripción debería ser suficiente para averiguar el nombre y la identidad de este oficial. Se lo describí a alguien que conoce bien la policía de Pasadena y supo inmediatamente de quien estaba yo hablando, aunque no recordaba el nombre en ese momento. Creo que le reconocería fácilmente si vuelvo a verle. Por ejemplo, podría identificarlo inmediatamente entre un grupo de policías.
Luego de todo esto fui conducido, escaleras arriba, a la zona de celdas del departamento de policía. Uno de los oficiales que me habían arrestado le dijo a un funcionario sentado detrás de un escritorio: "Le hemos traído por un problema de identificación", o "le hemos traído para identificación". Cuando le dije al hombre del escritorio, que quería que respondiera a sus preguntas, que acababa de ser estrangulado en la planta de abajo, respondió, con una risita sarcástica: "Oh, no pueden haber hecho eso, uh, uh, son buena gente; yo les conozco, jamás harían una cosa así", y se mofaba. Después de que me hube negado a responder más preguntas y que se hubiera apropiado de todos mis objetos personales, fui llevado a una celda y obligado a desnudarme completamente, así como a dejar mi ropa fuera de la misma. Cuando me hube quedado en calzoncillos dije: "¿Esto también?" El carcelero asintió con la cabeza y dijo: "Sí". Me quite los calzoncillos y se los di.
Se me negó el derecho de realizar una llamada telefónica.
Después de que el oficial bromista del escritorio hubo cerrado la puerta de la celda, me dijo: "el teléfono está en la pared". Por supuesto, no había allí ningún teléfono.
La celda no tenía sabanas, ni cama, ni colchón, ni mantas. Absolutamente nada, excepto un par de trozos de papel higiénico. Fui obligado a acostarme desnudo sobre una litera de metal pintado llena de pequeños agujeros redondos. Después de un corto período aquello resultaba insoportable y atrozmente incómodo y doloroso. Para aumentar mis incomodidades encendieron la luz de la celda. Permanecí allí encerrado hasta alguna hora de la mañana del miércoles 27 de mayo, cuando fui transferido a otra celda que hacía que la primera pareciera un picnic.
Era una especie de celda de castigo. En la esquina más lejana, sobre la calle, había dos ventanas sobre paredes diferentes, que estaban abiertas. Las paredes eran totalmente compactas, sin abertura alguna a excepción de un agujero que permitía al carcelero mirar hacia dentro. La habitación era en extremo inhóspita, fría y húmeda.
Por supuesto, mis sufrimientos en aquella celda fueron completamente insoportables y horrendos, en especial estando desnudo, como estaba. Mi cuerpo y mi carne aún sufren la agonía y el dolor de aquella espantosa y cruel experiencia, a pesar de que escribo estas líneas unos ocho o diez días después de la misma. Fui dejado allí para congelarme hasta morir o para morir de frío.
Grité a numerosas personas que pasaban por la calle pidiéndoles que llamaran a un determinado número de teléfono y diciéndoles que estaba siendo torturado hasta la muerte en la comisaría de policía de Pasadena, lo que era absolutamente verídico.
Además de los dolores y tormentos que me causaban el frío, la humedad y la ausencia de ropas, hacia el mediodía la celda se volvió insoportablemente ruidosa debido al tráfico que pasaba por la calle. Según todos los parámetros, el nivel de decibelios era de aquéllos que pueden causar un daño permanente en los oídos. Con ciertos intervalos, pasaban trenes que causaban un estruendo de niveles realmente insoportables. Y por supuesto, encarcelado en una celda situada encima del tráfico urbano, los niveles de contaminación eran aún peores de lo normal.
Allí estuve durante varias horas, aislado en aquella celda, sin que nadie se acercase a la puerta o entrase para hablar conmigo.
Una vez leí un libro sobre "lavado de cerebro", en el que se contaba cómo, en Corea del Norte, los oficiales americanos capturados durante la guerra de Corea eran situados en celdas y forzados a dormir sobre bloques de hielo. Yo simplemente no creía, por supuesto, que aquí, en los "civilizados" Estados Unidos, un tratamiento algo modificado y más lento (pero igualmente mortal) podía aplicarse por ciudadanos americanos a otro ciudadano americano. Y todo esto sin juicio alguno, sin ninguna acusación contra mí, etc. Mi crimen había sido, sencillamente, no tener nada más que decirles a aquellos gansteriles oficiales de policía de Pasadena. Increíble, pero cierto.
Después de haber sido torturado en aquella celda durante algún tiempo, se presentaron unos carceleros y me dijeron que si yo hubiese hablado con ellos y les hubiese dado más información, me habrían devuelto mis ropas, y que había sido castigado por mi "actitud". Me dijeron que no podían llevarme a la Corte a ver al juez hasta que las formalidades del arresto hubiesen sido cumplidas. Me dijeron que, hasta entonces, el juez ni siquiera me vería. Les recordé que había sido estrangulado y que no tenía nada más que decirles a ellos; todo lo demás se lo diría al juez.
Me dijeron que podían enviarme a un hospital psiquiátrico para ser observado. Me preguntaron en qué año estábamos, en qué mes, etc. Respondí fácilmente a estas estúpidas preguntas.
Les dije una y otra vez que quería realizar una llamada telefónica. Se me negó otra vez ese derecho y se me dijo: "No realizarás ninguna llamada telefónica ni verás al juez hasta que no tengamos la información que queremos". Numerosas veces me dijeron que me devolverían mis ropas si les daba la información que ellos querían.
Se me negó toda alimentación durante unas 24 horas. Les dije que me estaban matando de hambre y de frío, y me respondieron: "¡Muérete! Esperamos que te mueras. Por lo que a nosotros respecta, te puedes morir", etc.
Para salvar mi vida y defenderme del frío y la humedad, me metí debajo de la cobertura de linóleo que estaba sobre el suelo. Un carcelero miró por el agujero y me preguntó qué hacía allí, debajo de aquel colchón. Le respondí que trataba de defenderme del frío. Me dijo que, haciendo aquello, estaba yo destruyendo la propiedad de la prisión. Entonces le respondí: "¿Y qué quiere usted que haga? ¿Que me deje morir congelado para hacerle a usted feliz?" A lo que me dijo: "Sí, espero que te congeles hasta que te mueras; me importa un comino". Y agregó: "Es otro cargo contra ti; destrucción de la propiedad de la prisión". Me dijo que saliera de debajo del linóleo, y yo le respondí: "Déme usted mis ropas y saldré". Se marchó.
Incidentalmente, diré que no destruí el linóleo ni propiedad alguna de la prisión. El linóleo había sido abierto por alguien que estuvo allí antes que yo. Mucho después, poco antes de que pudiera por fin salir de aquel agujero infernal -la cárcel de Pasadena- fui trasladado a otra celda (para varios prisioneros) y en ellas vi muchos más de aquellos particulares colchones; estaban todos en buenas condiciones y pegados al suelo. Los miré con atención y comprendí que hubiera sido extremadamente difícil -virtualmente imposible- abrirlos sin ayuda de un cuchillo o un objeto cortante de ese tipo. Supongo que los harán así deliberadamente. Por supuesto, yo no tenía cuchillo ni nada semejante en mi celda de aislamiento.
La acusación de haber roto el colchón es totalmente risible dado que en él estaba mi única posibilidad de protegerme, aunque sea parcialmente, del frío, la humedad y demás incomodidades. No hubiera tenido sentido alguno destruirlo en aquella situación.
De todas formas, quiero agregar que, para salvar mi vida del frío helado que allí reinaba, hubiera estado absolutamente justificado que destruyera no uno, sino miles de aquellos linóleos, o toda la prisión entera. Si una persona tiene derecho a matar en defensa propia, cuánto más derecho tendrá de destruir un barato colchón de linóleo para salvar su vida. Pese a ello, quiero reiterar que no destruí ni colchones ni ninguna otra cosa en la prisión.
En varias ocasiones fui amenazado con ser llevado a un hospital psiquiátrico para observación. Me dijeron que si no dejaba de gritar entrarían en mi celda y me meterían una toalla o un trapo en la boca para hacerme callar. Le dije al carcelero que si se atrevía a intentarlo, aplastaría su cabeza hueca. También le dije que no había comido nada en todo el día.
La siguiente cosa que recuerdo es haber tomado mi primer alimento en 24 horas, lo que demuestra qué cosas puede uno esperar en semejante casa de locos. Consistió en dos tentempiés y un pequeño refresco sin alcohol. Me comí uno y decidí reservar el otro para más tarde, dado que el "servicio de habitaciones" era tan irregular. Poco después, sin embargo, fui trasladado otra vez a la celda en la que me habían puesto cuando llegué a la cárcel. Pedí al carcelero que me dejara llevar el otro tentempié, pero se negó.
La celda a la que me trasladaron nuevamente no tenía agua corriente. Afirmaban no entender qué pasaba: "el agua corría perfectamente hasta hace poco, je, je, je". Después de que fui colocado nuevamente en aquella celda, al parecer por un tiempo largo -fueron finalmente unas diez horas o algo así, tal vez más- me sobrevino una sed muy intensa, ya que sólo había podido beber una muy pequeña cantidad de agua desde mi llegada. (No podía imaginarme entonces, desde luego, que más tarde llegarían a negarme incluso este elemento básico).
Les dije que tenía hambre y sobre todo sed, y que no había agua corriente en mi celda. Como para que estuviera seguro de que no tendría agua para beber, el lavabo estaba lleno de orines. Ellos se limitaban a reír, hacer comentarios sarcásticos e ignorarme, o a decirme que me estaban castigando por mi "actitud". Finalmente, después de pedir agua infinidad de veces, un policía alto y rubio o pelirrojo se acercó hasta la ventana de mi celda, sonrió y me dijo: "toma, te he traído algo de agua". Algo en su "amistosa" y sonriente actitud me hizo sospechar, y dije: "abre la puerta y tráemela; no puedo tomarla a través de la abertura metálica. Es demasiado pequeña, ¿cómo podría hacerlo?"
Me contestó: "¿No has oído jamás que existen unos implementos llamados cañas? Acércate, te la daré con una caña". Había sospechado algo extraño, y cuando me incorporé de la litera comprendí que tenía razón: tiró el agua sobre mi espalda y sobre la litera de metal, mojando los pequeños trozos de papel higiénico que había colocado sobre ella para hacerla un poco más suave. El policía alto se alejo riendo histéricamente, mientras decía a sus compinches carceleros: "¿Has visto eso? ¡Ja, ja, ja!" Yo le dije: "tú estás realmente enfermo; sólo una persona enferma haría una cosa así". Y él respondió: "¡Ya lo sé, ja, ja, ja Precisamente por eso es que me han cogido, ja, ja, ja". Esto es típico de la clase de enfermos y desequilibrados que pululan en la cárcel de Pasadena y trabajan para las fuerzas policiales de Pasadena.
Debo agregar que en la cárcel hay también carceleras y prisioneras del sexo femenino. Las carceleras pasaban constantemente cerca de mi celda y podían verme como estaba, totalmente desnudo. Lo mismo sucedía con las prisioneras. Recuerdo, finalmente, a una joven prisionera de color a la que conducían pasando por delante de mi celda. ¿Dónde están el decoro y la decencia en todo eso? Además, fui por dos veces forzado a caminar desnudo por el pasillo de la cárcel cuando me trasladaban de una celda a otra, a plena vista de todos.
Más tarde me amenazaron de nuevo con ser enviado a un hospital psiquiátrico en observación por 30 días para luego regresar a la cárcel; dijeron también algo de Norwalk o Norfolk. Numerosas veces les dije que creía tener, según la quinta enmienda, el derecho constitucional a permanecer en silencio. Ellos respondían: "No, no hasta que nos hayas dado la información que queremos". Una vez les dije: "¿Quiere decir que me van a dejar aquí para siempre, incomunicado, hasta que hable?" "Exacto", fue la respuesta. "Aquí o en el hospital psiquiátrico al que te llevaremos. Es evidente que eres una persona muy enferma".
Por fin, a alguna hora de la mañana del jueves 28 de mayo me dieron un desayuno, que consistía en unas pocas cucharadas de leche, cereales revestidos de azúcar y un trozo de melocotón en almíbar. Fue el primer líquido que pude tomar en mucho tiempo.
Un hombre que se presentó como el jefe de los carceleros -mayor, de pelo blanco- me dijo que la razón de que se me hubieran quitado las ropas era que con ellas podía yo intentar utilizarlas para suicidarme, dado que yo estaba evidentemente loco. Yo le dije: "Bien, pues haced que alguien me vigile". Respuesta: silencio. Me prometió enviarme al juez esa misma mañana si contestaba cinco preguntas. Le pedí que me dijera las cinco preguntas (finalmente eran seis) y que me lo pensaría.
Las seis preguntas eran: 1-Nombre completo; 2-Lugar de Nacimiento; 3-Fecha de Nacimiento; 4-Dirección; 5-Altura; 6-Peso.
Contesté a estas preguntas y poco después me devolvieron mis ropas. Me vestí y fui trasladado a una gran celda, donde estaba con otros muchos presos.
Por primera vez, entonces, la policía respondió a mis preguntas respecto a los cargos que se me formulaban. Me dijeron que los cargos eran los de interferir en el cumplimiento de las obligaciones de un oficial. (Bromeé con otros presos respecto a que los cargos contra mí eran los de "interferir en el cumplimiento de los crímenes de un oficial".)
También se me dijo que había en aquel momento otro cargo contra mí: destrucción de la propiedad de la cárcel, en concreto el linóleo de la celda de la prisión. El veterano jefe de carceleros de cabellos blancos me dijo que el colchón costaba, nuevo, 80 dólares. "Vas a ser acusado de destrucción de la propiedad de la prisión por meterte debajo de ese colchón". Me dijo también que la fianza se había fijado en 500 dólares por cada cargo; en total, 1.000 dólares en efectivo.
Le dije al jefe de carceleros que ahora quería ver al juez, como me había prometido. Entonces, faltó a su palabra diciéndome que habían surgido algunos problemas y que no me sería posible ver al juez hoy; debía esperar a mañana.
Fui autorizado a realizar llamadas telefónicas desde un teléfono público de pago que había en aquella celda. Llamé a alguien y le conté mi situación: había sido arrestado, estrangulado y mantenido en la cárcel de Pasadena, incomunicado y desnudo durante las 48 horas anteriores, etc. La persona con la que hablé quedó estupefacta, pero se mostró aliviada por escuchar mi voz, ya que había estado muy preocupada por mi desaparición.
Después de que esa persona se presentase en la cárcel con el dinero de la fianza, fui transportado a una sala especial donde se me fotografió y se me tomaron las impresiones digitales. Pregunté al jefe de carceleros qué pasaba si yo me negaba a dejar que me tomaran las huellas digitales; ¿qué haría él en ese caso? Me contestó que si le ordenaban que tomara mis huellas digitales lo haría aunque tuviera que romperme todos los huesos de la mano.
Después de la fotografía y las huellas digitales -huellas del pulgar, de todos los dedos, de la palma de la mano, etc.- se me pidió que firmara numerosos documentos, unos diez o incluso más. Le dije al carcelero jefe que quería leer los documentos antes de firmarlos. Me insistió en que me limitara a firmarlos.
Yo reiteré mi petición anterior y comencé a leerlos. Él me exigió que firmara los documentos inmediatamente sin tan siquiera echarles una ojeada aunque fuera parcial. Cubrió los documentos con su mano y su brazo y dijo: "todo lo que te incumbe de todo esto es lo que está al pie de la página", al tiempo que señalaba una especie de sello o parte de una carta que contenía palabras que no tuve tiempo de leer.
Habiendo dormido poco, o casi nada, durante dos días y padeciendo un gran cansancio, y con la conciencia de que un documento firmado bajo presión física no tiene validez legal, deseoso además de salir de una vez de aquel maldito agujero del infierno, firmé los documentos sin leerlos. Se me impidió, en realidad, leerlos.
Bien pude haber firmado una confesión de haber matado 20 oficiales de policía de Pasadena, de haber destruido todos los colchones de la cárcel entera y de haber destruido la prisión con mis manos desnudas.
Los cargos formulados contra mí, hasta hoy, dos semanas después, siguen siendo sólo verbales. No he recibido ninguna acusación por escrito conteniendo los cargos. Todo lo que nos dieron fue un recibo por 500 dólares de fianza cada uno. No figuraban en ellos acusaciones de especie alguna ni orden de presentarme en ninguna parte.
Finalmente, fui llevado otra vez al escritorio donde se me habían tomado los datos y había quedado depositados mis efectos personales dos días antes. Cuando estaba colocándolos en mis bolsillos, me di cuenta de que mi billetera estaba vacía. Recordé que aquel martes, cuando salí de casa, tenía 9 dólares en billetes y algo así como otro dólar en monedas. También recordaba claramente que un oficial había contado los billetes cuando me fueron retirados mis efectos personales; tenía bien presente al policía que me arrestó susurrando mientras contaba los billetes: "seis, siete, ocho, nueve dólares".
Entonces le dije al carcelero jefe: "¡Eh, ¿dónde está mi dinero? Tenía diez pavos". El gritó: "¡No, no tenías nada! ¡No tenías ningún dinero cuando llegaste aquí!" Le respondí: "¿Qué dice usted? Tenía diez dólares". Una cierta forma de comunicación visual se produjo entonces entre el carcelero jefe y el hombre del escritorio; el carcelero cambió rápidamente de actitud y preguntó al del escritorio si había llegado allí con algún dinero. Éste asintió con la cabeza y dijo: "sí", o algo así; el carcelero jefe ne dio entonces un billete de diez dólares y escribió una señal en un papel.
A propósito, yo les había dejado, en el momento de ser registrado, bien un billete de cinco dólares, cuatro de un dólar y más de un dólar en monedas, o bien nueve billetes de un dólar y más de un dólar en monedas (estoy seguro, a un 99%, que fue la primera posibilidad). Qué sucedió con esos billetes y monedas es un asunto interesante en sí mismo. Anteriormente el carcelero jefe me había dado tres monedas para realizar mi llamada telefónica, de modo que no quise insistir en que se me diera la cantidad exacta de monedas que se me debía, especialmente cuando parecía que, por fin, estaba a punto de salir de aquel infame agujero.
Esa tarde me dijeron que podría marcharme; se abrió una puerta electrónica, bajé en el ascensor y abandoné la cárcel. Poco rato después me di cuenta de que los policías/carceleros me habían robado algunas píldoras que llevaba. Presumo que habrán destruido las píldoras en la esperanza de encontrar que eran ilegales. Al no hallar nada, pues bien, adiós pildoritas.
La legalidad es una vergüenza en la cárcel. Hay carteles de "Prohibido fumar" en todas partes, y esa prohibición se cumple rígidamente... con los presos. Yo pude ver a un policía de color, con la piel muy clara, fumando siempre que le daba la gana.
Numerosas e interesantes preguntas surgen respecto al hecho de que haya sido detenido por el policía como "sospechoso de robar un banco". El primer oficial que me detuvo dijo: "Acaba de cometerse un atraco a un banco", etc. Diez minutos después, en el coche policial, un oficial me dijo que acababan de coger al ladrón del banco. Mi pregunta es: ¿cómo es posible que la policía tuviese una fotocopia del dibujo de un artista con el aspecto que se supone debía tener el sospechoso de cometer aquel robo, cuando había pasado tan poco tiempo entre el atraco y el momento en que ese oficial se me acercara, fotocopia en mano?
¿Por qué no se me formuló ninguna pregunta sobre el atraco al banco si esa era la razón de que se me hubiera detenido? No se me preguntó jamás qué había hecho en los minutos anteriores, no se me dijo nunca qué banco había sido asaltado, cuánto dinero se habían llevado, etc. Yo no estaba falto de aliento por haber corrido, no llevaba armas y tenía encima una cantidad insignificante de dinero. No se molestaron en comparar mi cara con la que aparecía en la fotocopia del ladrón hasta después de haber sido arrestado. Decir que todo el asunto apesta y que fue un montaje repugnante es calificarlo con moderación.
El texto que se acaba de leer fue escrito entre los días 5 y 8 de junio de 1981, aproximadamente; luego fue mecanografiado, editado, rápidamente revisado, corregido, etc. Sin embargo, no se ha hecho tentativa alguna de actualizarlo o de incorporar información conseguida posteriormente. Se trata de un breve apunte, de unas notas escritas rápidamente acerca de los hechos horrendos e increíbles, pero absolutamente verdaderos, que sucedieron en mi vida entra aproximadamente las dos de la tarde del martes 26 de mayo de 1981 y la una y media de la tarde del jueves 28 de mayo de 1981. No pretendo haber hecho literatura. Sin embargo, el texto es absolutamente exacto en todos los puntos principales, al menos mil veces más exacto y verdadero que todo lo que podáis oír proveniente de la otra parte, o sea, los policías, los carceleros y el resto de las autoridades legalmente constituidas.
Atentamente,
Robert D. James
Profesionalmente conocido como Robert J. Fischer, o Bobby Fischer.
Campeón mundial de ajedrez
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